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.—O por lo menos conduce a él —respondió Joe con gravedad.Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla.Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un resplandor magnífico reflejando los rayos del sol.El Victoria llegó a una altura de 4.000 pies.El termómetro indicaba algún descenso en la temperatura.No se veía ya la tierra.A unas cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su cabeza centelleante.Formaba el límite del país de Ugogo, a 360 20' de longitud.El viento soplaba a una velocidad de veinticinco millas por hora, pero los viajeros no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían sensación de locomoción.Tres horas después, la predicción del doctor se realizaba.Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con apetito.—¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina! —dijo con satisfacción.—Decididamente —exclamó Joe—, aquí es donde me retiraré cuando sea viejo.Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo.Se hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se acercó a ella insensiblemente.El doctor Fergusson buscaba una corriente que le llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo.El terreno se volvía accidentado, incluso montuoso.Al este, el distrito de Zungomero se borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.Luego, las crestas de una montaña se presentaron más acentuadas.Algunos picos se levantaban en distintos puntos del horizonte.Era preciso vigilar constantemente los conos agudos que parecían surgir inopinadamente.—Nos hallamos entre los rompientes —dijo Kennedy.—Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no tropezamos.—¡Hermosa manera de viajar! —replicó Joe.En efecto, el doctor manejaba el globo con una destreza maravillosa.—Si tuviésemos que andar por este terreno encharcado —dijo—, nos arrastraríamos por un lodo insalubre.Desde nuestra salida de Zanzíbar hasta llegar donde estamos, la mitad de nuestras bestias de carga habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y llevaríamos la desesperación en el alma.Estaríamos en incesante lucha con nuestros guías y expuestos a su brutalidad desenfrenada.Durante el día nos agobiaría un calor húmedo, insoportable, sofocante.Durante la noche, experimentaríamos un frío con frecuencia intolerable, y acabarían con nuestra paciencia las picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera.¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus feroces!—¡Dios nos libre de unas y otras! —replicó simplemente Joe.—No exagero nada —prosiguió el doctor Fergusson—, pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia de penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de lágrimas.Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las tribus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al Victoria, que llegaba, por fin, a las últimas ondulaciones montuosas que preceden al Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las montañas de Usagara.Los viajeros distinguían perfectamente la conformación orográfica del país.Aquellas tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma el primer eslabón, están separadas unas de otras por vastas llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos redondeados, entre los cuales las gargantas están sembradas de pedruscos erráticos y guijarros.El declive mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son más que llanuras inclinadas.Las depresiones del terreno están cubiertas de una tierra negra y fértil donde la vegetación es vigorosa.Varios riachuelos se infiltran hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.—¡Atención! —dijo el doctor Fergusson—.Nos acercamos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del país "paso de los vientos".Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos.Si mi mapa es exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil pies.—¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas superiores?—Rara vez; la altura de las montañas de África es menor, según parece, que la de las de Europa y Asia.Pero, de todos modos, el Victoria las salvará sin dificultad alguna.En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del calor y el globo tomó una marcha ascensional muy pronunciada.La dilatación del hidrógeno no ofrecía ningún peligro, y la vasta capacidad del aeróstato no estaba llena más que en sus tres cuartas partes.El barómetro, mediante una depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil pies.—¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo? —preguntó Joe.—La atmósfera terrestre —respondió el doctor— tiene una altura de seis mil toesas.Con un globo muy grande, iríamos lejos.Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y Gay-Lussac, pero empezó a manarles sangre de la boca y los oídos.Les faltaba aire respirable.Hace unos años, dos audaces franceses, los señores Barral y Bixio, se lanzaron también a las altas regiones, pero su globo se rasgó…—¿Y cayeron? —preguntó al momento Kennedy.—Sin duda, pero como deben caer los sabios, sin hacerse ningún daño
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