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.Sin embargo (estábamos lejos de la esfera de influencia de su padre)seguimos conversando.Yo había desarrollado ya un estilo para conversar en el cine, no para no molestar a los otrosespectadores (había en La Habana entonces tan poco prurito en hablar en el cine como tienen los pekineses paraconversar y comer durante una función de la ópera china: es más, los espectadores habaneros no sólo conversaban57La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infanteentre sí sino que muchas veces entablaban monólogos que parecían diálogos con la aparición en la pantalla: uno demis recuerdos atesorados del cine no ocurrió en una película sino en el público: fue en el Radiocine, durante la exhibi-ción de El diablo y la dama, que es el título que tuvo en español la versión francesa de Le diable au corps, en la esce-na en que el muchacho de la película, que es de veras un muchacho, se encuentra en la difícil posición de dictar lascartas que su amante de París escribe a su marido en el frente de batalla y al preguntar ella: «¿Qué pongo?», de algúnlugar de la tertulia salió una voz poderosa que sugirió: «Querido Cornelio») sino para forzarla a ella, a la muchachadel cine, a una relación verbal demasiado violenta: yo también había aprendido esa técnica.Ahora dejé de hablarlepara mirarla: ella me daba su perfil intermitente, apagado por un eclipse en la pantalla y a ratos iluminado por la luzreflejada en los blancos escasos de la película, que era evidentemente un melodrama en el que abundaban las som-bras.De todas maneras, si yo no veía bien su cara podía adivinarla y además lo que se veta me gustaba.Ella esta-ba consciente de mi atención porque a veces me miraba con el rabo del ojo.Por fin la película terminaba: sin mirar ala pantalla, sin seguir la acción podía saberlo por la intensidad de la música: los músicos del cine, al revés de los niñosvictorianos, deben ser oídos y no vistos.-¿Dónde te puedo ver? -le pregunté.-Por favor -me dijo, vuelta a mí súbita-, no me acompañes.Ella, espectadora expectante, también sabia que la película se acababa.-Me puede ver mi padre -añadió.Yo insistí:-Pero te quiero volver a ver.¿Cómo hacemos?Ella lo pensó de perfil y todavía de perfil me dijo:-Yo vivo en San Isidro, cerca de la Terminal.Número 422.Yo salgo a veces al balcón.Ahí me puedes ver.-Yo quería decirle que yo no quería verla de lejos, en un balcón, mis ojos colgando del borde como Romeos miopes:yo quería volver a tenerla cerca, tanto como en el cine ahora, en el cine de nuevo: ése era mi lugar favorito para elromance: igual para las peripecias amorosas en la pantalla como para la pericia del amor en la vida.Pero ella no medio tiempo: nada más sonar los acordes altos que indicaban la culminación de la película y ya ella estaba levantán-dose, yéndose.Yo también me levanté.Otras gentes se levantaron.Pensé en mis padres allá arriba cuando salíadetrás de esta muchacha móvil, las luces encendiéndose ya, yo tratando de salvar los brotes de espectadores quesurgían hacia la única salida, pensando si me verían mi familia y mi amigo, pero sin embargo empeñado en caerledetrás a esa muchacha que bajo las luces verticales del techo (hasta ahora sólo la habla visto iluminada por las luceshorizontales de la pantalla) se veta casi bella o por lo menos bonita, aunque no había podido verle toda la cara, antesun solo perfil, ahora la nuca y la cabeza.Pero en este momento había más gente a su alrededor, una verdadera turbaque se interponía entre ella y yo: espectadores salidos, saliendo de lunetas: la oposición, una multitud en motín.Depronto, ya afuera, no en la calle sino en la acera todavía, la perdí de vista por las personas interpuestas.No lo dudéun momento.Atravesé la calle Sol y seguí por Monserrate, arriba o abajo: no sé bien, esta calle que tiene tantos nom-bres (Monserrate y luego Egido para terminar en el Malecón casi llamándose avenida de las Misiones y cuyo nombreoficial, el de las placas, es avenida de Bélgica: dédalo de títulos), no sé cuándo sube y cuándo baja.Sin hacerme estasreflexiones, rémora entonces, más tortuga que liebre, ya estaba atravesando la calle Luz y no la veía por ningunaparte, ni en Sol ni en Luz.Seguí caminando por Monserrate, dejando detrás el cine conteniendo a mi familia y a miamigo, dirigiéndome a San Isidro como a mi presa, caminando cada vez más rápido, mirando ansiosamente adelantesin verla, sin siquiera atisbar su vestido (que no noté antes, que no puedo describir ahora pero estoy seguro de haberpodido distinguir en la calle apenas iluminada: es curioso cómo Monserrate, tanto como Zulueta, se hacían másoscuras cerca de la Terminal aunque este edificio estaba bien alumbrado, por dentro, no por fuera), atravesando otrascalles laterales, hasta que tuve a la vista la plaza con la Muralla, un trozo de ella, una ruina, una reliquia, llegando yaa San Isidro.No me costó trabajo encontrar el número 422, como no fue difícil recordarlo: eran los dígitos del día y elmes de mi nacimiento.El edificio, falso falansterio, estaba casi en la esquina de Monserrate y San Isidro.Pero no lavi a ella ni ninguna ventana iluminada que indicara su presencia: nadie a la vista, los balcones vacíos, la casa aoscuras.¿Sería que ella no había llegado todavía, que la había pasado de largo en la calle sin verla, que había toma-do otro derrotero? Decidí esperar.No sé cuánto tiempo esperé: entonces yo no usaba reloj: no tenía dinero para com-prarme uno: por tanto no había necesidad de usarlo.Esperé un poco más.De pronto me acordé de mis padres, demi amigo -y di media vuelta para regresar al cine.Cuando alcancé el Universal todo estaba apagado, pero en la puer-ta pude ver a mis padres y a mi amigo, aguardando, todavía mirando para la entrada del teatro como si esperaran queyo surgiera, Jonás del cine, del interior del leviatán muerto: no hay nada tan poco animado como un cine cerrado.Mevieron, primero mi padre que, como siempre, parecía indiferente o al menos resignado, luego mi madre, que se animócomo una furia:-¡Muchacho! ¿Dónde te metiste?No sabía cómo explicar lo que había hecho.Afortunadamente, ella no me dejaba hablar:-¡Primero te vas de nuestro lado y después desapareces sin dejar rastro!Franqui, mi amigo, sonreía, no de la furia de mi madre sino de mi desaparición: él adivinaba dónde yo había esta-do.Sabía que me había ido con una muchacha pero no sabía el fracaso que había sido mi fuga: ejercicio más paramis dos pies que para mis diez dedos.Mi madre era dueña de un mal genio en la botella y ahora estaba furiosaademás de asustada: mejor dicho, la furia había sustituido al susto, como siempre pasa con el miedo inútil.Yo me58La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infantehabía desaparecido en el cine en una secuencia que le había resultado inquietante.Primero, había dejado el asientovecino para irme sin mayor motivo para la parte delantera de la tertulia.Segundo, había salido de la sala disparado,sin que ella me viera.Tercero, me había esfumado por completo y ellos habían esperado como tontos fuera del cinea que yo saliera y cuando abandonó el teatro el último espectador (o tal vez los acomodadores, el portero, la taquillera,hasta el proyeccionista), todavía habían tenido que esperar allí por mi reaparición, que ahora se producía viniendo dedonde menos me esperaban, de la dirección de la Terminal, vía del viajero, no del espectador.Mi madre no gritaba(ella nunca gritaba cuando estaba furiosa), sólo silbaba su frase «¿Dónde te metiste?»
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